martes, 16 de febrero de 2010

La convivencia me hizo odiarlo

Levanto los párpados y me veo tirada en un somier, tapada con sabanas de seda, en el medio de un loft sostenido por paredes blancas. Me siento extraña, miro por el ventanal que me muestra una terraza atrapada por enredaderas y una hamaca paraguaya. Giro los ojos y mi mirada se queda en la cocina petróleo, veo una isla y sobre ésta cacerolas de acero colgadas en un barral. Contra la pared un pizarrón con la última receta del Gato Dumas escrita con tiza. Pero lo más asombrante: está limpia. Me pregunto si seguiré dormida y aquel hogar perfecto es sólo un sueño vago que no me deja despertar. Pero definitivamente no, no es el paraíso, es mi departamento cuando él no está.
Con Pablo nos pusimos de novios un 23 de noviembre mientras recibíamos el calorcito en Buenos Aires. Estábamos realmente enamorados, se supone que lo seguimos estando. El me decía pupi y yo le decía po, ahora nadie se dice nada. La relación de novios era perfecta, hacíamos el amor, nos convertíamos en pizza y después tasa, tasa cada uno a su casa. Nos extrañábamos todo el tiempo, las horas no eran suficientes. Hablábamos por teléfono todas las mañanas, medio días, tardes, noches, no sé como no hablábamos mientras dormíamos. Nuestra dependencia era exigente, pero al mismo tiempo nos dejaba un espacio para nuestras amistades, familia y mascotas. Digamos que era una libre tendencia a elegirnos.
Cumplimos 5 años juntos, teníamos 26 años de edad y con un trabajo estable cada uno. Pablo no dudo en proponerme ir a vivir juntos, yo casi me asfixio. La verdad que la idea me aterrorizaba, ¿qué venía después? ¿vestirme de blanco? ¿parir? ¿pelearme por quien les lava la cola?
A esa edad, más cerca de los 30 que de los 20, uno quiere ir para atrás, no para adelante. Pablo no era como yo, se ve que el quería ir derechito, sin escala ni desvíos. El asunto fue que tuve que sentarlo y explicarle mis razones, porque lógicamente él no entendía como yo no quería ir a vivir con él. Pablo pareció entender que yo me acababa de ir a vivir sola, necesitaba mis espacios para crear, para madurar, para conocerme de una u otra manera. En fin toda explicación que dan los hombres cuando no quieren compartir algo con las mujeres.
Cuando yo vivía con mis padres en Palermo, Pablo vivía en Lomas de Zamora entonces se quedaba a dormir en el cuarto de al lado . Cuando me fui de mi casa (al ser hija única), me mudé a un departamento cerca de ellos, por lo tanto lejos de él. Al principio, Pablo se volvía a su casa. Después con el tiempo se quedaba en lo de un amigo de él que vivía cerca mío. Ya a lo último se traía una bolsa de dormir y me decía que se iba ir a dormir al auto. Obviamente terminó en mi cama por tres semanas, dos meses, y finalmente un año. Durante el transcurso de éste último año se fue trayendo sus cositas, insignificantes para él, un mundo para mí. Ya saben, el cepillo de dientes, calzoncillos, maquinita de afeitar, de pronto tenía un cajón que le pertenecía a él .
El loft armonioso terminó siendo mi más grande pesadilla. Se suponía que debía disfrutar la etapa de vivir sola, pero resultó ser que esa etapa nunca existió. No entiendo cuál fue el exacto momento que permití que se venga a vivir conmigo; busco, rebusco en mi mente y veo la realidad convertida pero no la construcción.
Se supone que un hombre en la casa te da seguridad, protección, compañía, ayuda doméstica por decirlo en castellano. Ahora cuando se tienen que encargar de cocinar, lavar, secar, y limpiar, son obligaciones femeninas. Y las tareas que pueden llegar a considerarse masculinas tampoco saben hacerlas. Entonces ahora no sólo vivo con un animalito inservible, sino que tengo que cocinar, lavar y secar por dos. Las lámparas quemadas me las viene a cambiar mi papá, la canilla seguiría goteando si no fuera por mi abuelo, los tornillos faltantes los repongo yo y los electrodomésticos que se rompen los llevo arreglar también yo.
No hay nada que él pueda hacer más que rascarse el higo, su única responsabilidad (obviamente individualista) es su trabajo que lo usa como excusa para no hacer nada los fines de semana. Los sábados que yo solía tomar sol, ahora tengo que ir al supermercado; y cuando vuelvo con las bolsas no me ayuda con ninguna. Lo peor es cuando vengo de algún lado pensando en todo lo que le pedí que haga y seguramente no hizo. Llego al departamento y obviamente me encuentro con que yo tenía razón, ni siquiera descolgó la ropa cuando se largó a llover. Ahí enfurezco pero guardo mi bronca por dentro, mi rencor va creciendo y un día lo voy a dejar vegetal de tantos golpes que le voy a dar.
Sus domingos son un asco, todo el día enroscado en mis sábanas con Doritos y viendo la serie “Two and a Half Men” . Parase un zarrapastroso, un vago, un Homero que huele a donas. Ni hablar de las miguitas que deja, tan minúsculas que no las puedo levantar. Mejor, si fueran grandes se las haría tragar.
Cuando salimos a comer afuera con amigos o vamos algún cumpleaños, me gustaría quedarme en el departamento y disfrutarlo por unas horas. Pero siempre me termina convenciendo de que vaya con él, ya no vamos solos a ningún lado, ¡se duplicaron todos los eventos! Si antes me molestaba ir al cumpleaños de mi tía Enriqueta, ahora tengo dos tías mal orientas y dos días para pegarme un tiro. Lo más irónico de los programas compartidos es el momento de la torta, no por la torta en sí, de hecho las tortas me enloquecen el paladar. Lo que me enferma es que cuando yo ya tengo mi pedazo, que por cierto me lo sirven siempre chico, le ofrecen un pedazo a Pablo y él muy mal nacido contesta: “no gracias comparto con mi novia”. Ahora una pregunta: ¿con qué novia? ¿qué compartís? Me la quiero comer toda y solita. Ahora ya ni siquiera puedo comer una torta sin una cuchara ajena interfiriendo en mi camino.
Las pocas charlas que tenemos empiezan con “mi mamá me dijo…” todavía no logra aislarme de su complejo de Edipo. No me banco a mi suegra y él va creciendo similar a ella, ya hasta tiene sus mismas contestaciones de vieja ingrata.
Ya no lo admiro, ya no hago el amor, ya no me fumo un porro y me río. Al final mi día más feliz de la semana es cuando Pablo se va a jugar al fútbol con los amigos, porque no me jode, porque mi hábitat vuelve a ser mío.

No hay comentarios: